Sorprende y provoca indignación la acción de la Guardia Nacional en la ciudad de Los Ángeles, enfrentando a manifestantes de origen migrante –aquí duelen especialmente los mexicanos–, que protestan contra las redadas en barrios perfectamente identificados por la presencia de personas que no cuentan con una residencia legal. Las escenas con gases lacrimógenos, el uso de la fuerza y las detenciones, resultan extrañas en una nación como Estados Unidos, donde las libertades individuales son parte de la identidad nacional.
Sorprende también la reacción del gobierno del Estado de California: el gobernador Gavin Newsom y el fiscal general, Rob Bonta, anunciaron una demanda contra el gobierno federal (que encabeza el presidente Donald Trump) y exigen que se anule la acción ilegal del presidente. Uno de los argumentos públicos es que “se pisoteó” la soberanía de California con la decisión federal. Está claro que el gobierno del presidente Trump no dará ni un paso atrás y si las autoridades californianas acuden a los tribunales, desde Washington se hará lo mismo.
Un lugar como California y especialmente Los Ángeles, que en muchos sentidos puede interpretarse como un “segundo México”, es receptor de los mejores deseos desde nuestro país para que pronto termine el conflicto y se apliquen las leyes de la manera menos violenta. Tanto el gobierno federal como el del Estado, deberán encontrar en la intrincada red de intereses y conflictos sociales vigentes, la mejor solución.
Tomando como referencia elementos básicos para resolver conflictos, hay que subrayar que los Estados Unidos no pueden prescindir de California y Los Ángeles. Igual puede afirmarse que la sociedad de Los Ángeles con toda su complejidad y esencia migrante, conforma uno de los rostros más “americanos” de Estados Unidos.
Y a la distancia, ¿qué está haciendo el gobierno mexicano, tanto el federal como los estatales? ¿Basta con condenar las acciones de violencia y pedir que se respeten los derechos elementales de las personas?
La presidenta Claudia Sheinbaum está en la posibilidad, especialmente en estos momentos, de hacer valer su alta calificación ciudadana como primera presidenta de México. Justo cuando se están revisando –en evidente desventaja– las condiciones económicas y de seguridad entre los dos países, la presidenta puede (y debería) apoyarse en la autoridad moral que le otorgan los mexicanos y seguramente muchos migrantes de nuestro país en territorio de Estados Unidos.
Puede convocar a un encuentro con el presidente Donald Trump. Tomar la iniciativa y hablar por quienes se han convertido en la segunda fuente de ingresos económicos de nuestro país con las remesas.
Los gobernadores de los Estados con más migrantes (Jalisco, Michoacán, Zacatecas, Oaxaca, Puebla) pueden también establecer un frente solidario y apoyar el liderazgo presidencial.
No se trata de invadir funciones ni apelar a la confrontación.
Lo que sí podría hacer la presidenta de México es ir más allá de la mera solidaridad y lanzar una campaña de mensajes simbólicos que fortalezcan a los migrantes en estos momentos, y demostrarle al presidente del país vecino que sus determinaciones pueden ser legales, pero no justas y mucho menos, humanitarias.
El gobierno de México sí tiene elementos para invocar a este diálogo: está la presencia de nuestras fuerzas armadas en la Frontera Norte, la colaboración en el combate al tráfico de drogas y el compromiso de regular el paso de migrantes en la Frontera Sur del país.
Se podrían hacer muchas cosas. Sólo hay que comenzar.