La semana pasada inicié un texto que nació a partir de una tragedia personal y colectiva. La muerte de Carlos Manzo, como tantos otros asesinatos ligados a la violencia criminal, volvió a abrir heridas en mi propia historia familiar. No lo había compartido públicamente, pero tuve un primo hermano que fue alcalde de Ocampo, Durango: Luis Carlos Ramírez, en los años del sexenio de Felipe Calderón. Él también decidió enfrentar a los grupos criminales y lo mataron brutalmente: más de 150 balazos en un pequeño poblado, sin cámaras, sin escándalos, sin la indignación nacional que hoy vimos con el caso de Carlos Manzo. Ninguno de los dos crímenes puede ser menos grave que los otros tantos.
Es una tragedia para su familia, para el pueblo y para todo un país que parece acostumbrarse a contar muertos.
El asesinato de Carlos Manzo detonó, además, un movimiento mediático enorme. Hay quienes vemos detrás de ello una campaña, una intención política, quizá. Pero más allá de las interpretaciones, el tema de fondo sigue siendo el mismo: Vivimos dentro de una espiral de violencia que ningún gobierno —ni los de antes— ha logrado frenar por completo, y explico por qué.
Quiero centrarme en lo siguiente: La corresponsabilidad ciudadana, ese factor incómodo del que casi nadie quiere hablar.
Consumimos lo que nos mata.
En mi familia tomamos una decisión desde hace años: No consumir nada relacionado con la narcocultura. Ni narcocorridos, ni conciertos, ni series, ni contenidos que romantizan a criminales. Porque cada reproducción, cada boleto comprado, cada vista en YouTube, sigue alimentando una industria que glorifica a quienes asesinan policías, alcaldes, jóvenes, mujeres y agentes públicos.
Pareciera un acto mínimo, incluso insignificante. Pero es un acto ético.
Mientras algunos creemos que escuchar narcocorridos “nos hace daño”, hay miles de personas abarrotando palenques para ver a artistas cuyo discurso normaliza la vida criminal. La semana pasada multaron a un cantante porque llenó el palenque en nuestra ciudad. “Junior H” ni siquiera tiene que mover un dedo: Sus fans consumen y celebran sus corridos como si fueran himnos de rebeldía.
Y más absurdo aún: En pleno evento, alguien del público le entrega 800 mil pesos a un integrante de “Grupo Firme” para que cante un corrido dedicado a un criminal…
No son casos aislados. Lo mismo pasó con el grupo “Los alegres del barranco”, que tocó en el famoso evento del Auditorio Telmex. Y lo realmente preocupante no es solo la acción de los artistas, sino la multitud celebrando, coreando, idolatrando la estética del narco.
La violencia no se entiende sin vernos al espejo.
Es fácil señalar a los gobiernos, a los partidos, a los presidentes. Y sí, tienen responsabilidad. Todas las administraciones deben en garantizar seguridad. Pero mientras como sociedad sigamos alimentando la industria de la narcocultura —legal y pirata—, mientras sigamos justificando que “sólo es música”, mientras sigamos celebrando símbolos criminales, la violencia seguirá encontrando un terreno fértil para crecer.
No lo queremos aceptar, pero la impunidad cultural también mata.
Porque cada vez que normalizamos al narco, enviamos un mensaje: En México, ser criminal puede ser motivo de fama, dinero, reconocimiento social. Y eso es combustible puro para una generación de jóvenes que no ve futuro en otra cosa que no sea esa estética de poder fácil.
O entendemos la corresponsabilidad, o seguimos contando nuestros muertos.
La violencia no desaparecerá por decreto. No habrá reforma, ni Guardia Nacional, ni estrategia que funcione si seguimos consumiendo aquello que glorifica a quienes destruyen comunidades enteras.
Mientras no nos caiga el chip de que también somos parte del problema, seguirán asesinando policías, alcaldes, funcionarios, jóvenes, mujeres. Seguirán desapareciendo muchachos. Seguirán creciendo los cárteles, sus marcas, sus himnos y su presencia en la vida cotidiana.
La corresponsabilidad empieza en cosas tan simples como elegir qué reproducimos, qué celebramos, qué compramos y qué dejamos pasar.
Y quizá parezca poco, pero es el primer paso para dejar de normalizar lo que nos está matando.
P.D.: A 16 años de tu partida, un abrazo con cariño a toda la familia. DEP Luis Carlos Ramírez.