México pasó de ser un país marcado por el secuestro a convertirse en una nación donde la extorsión domina la vida diaria. Este delito se ha convertido en la forma más común de agresión directa hacia los ciudadanos, comerciantes, transportistas y familias enteras. Cambió el método, pero no la impunidad. Cambió la modalidad, pero no la violencia. Y mientras esta realidad se expande, las autoridades continúan presentando un panorama que no corresponde con lo que vivimos todos los días los mexicanos.
Hoy la extorsión es el pan de cada día. El cobro de piso, las amenazas telefónicas, las extorsiones digitales, las intimidaciones a comerciantes y las redes criminales que operan bajo nuevas modalidades han hecho que este delito rebase cualquier capacidad institucional. Sin embargo, el gobierno insiste en hablar de disminuciones, de índices a la baja y de una supuesta estrategia que, en el papel, parece funcionar. La realidad es muy distinta.
De acuerdo con cifras recientes del INEGI, en 2024 se estimaron más de veintitrés millones de personas de 18 años o más como víctimas de algún delito, lo que equivale a una tasa superior a veinticuatro mil víctimas por cada cien mil habitantes. Además, el 29% de los hogares tuvo al menos un integrante víctima de un delito, mientras que en la cifra negra, los delitos no denunciados o sin carpeta de investigación alcanzó más del noventa y tres por ciento. Con estas cifras, resulta imposible sostener que los delitos están disminuyendo. Lo que está disminuyendo es la claridad con la que el gobierno los clasifica.
En los últimos años, las autoridades han incorporado nuevos modelos de registro y tipificación que diluyen, rebautizan o desplazan los incidentes hacia otras categorías. Esto permite presentar un escenario de aparente mejora, cuando en realidad los delitos se están escondiendo en un catálogo diseñado para generar resultados convenientes. La criminalidad no baja; simplemente cambia de nombre.
Mientras las estadísticas oficiales se ajustan al discurso político, las calles cuentan otra historia. Comerciantes que cierran por miedo al cobro de piso. Transportistas amenazados diariamente. Familias que reciben llamadas simulando secuestros, accidentes o deudas inexistentes. Zonas urbanas donde casi un tercio de los hogares reporta haber sido víctima de algún delito. Mujeres cuya victimización aumentó en más del 7% en tan solo un año. Todos estos datos reflejan un país que vive bajo el control del miedo, no de la ley.
La transición del secuestro a la extorsión no es una evolución natural del delito; es una evidencia del fortalecimiento del crimen. Ya no siempre necesitan privar de la libertad a una persona para someterla. Hoy basta con una llamada, un mensaje, un cobro mensual o la amenaza de retaliación para controlar a una comunidad entera. El delito se volvió silencioso, constante y cotidiano. Y mientras tanto, el gobierno sigue hablando de su propia realidad, una realidad construida desde cifras que no coinciden con la vida de millones de mexicanos.
La seguridad en México se encuentra en un colapso evidente. No hace falta un análisis técnico para verlo. Basta observar los negocios cerrados, las calles que se vacían cada vez más temprano y las historias de personas que viven con miedo. La extorsión no es un delito aislado; es un sistema paralelo que domina territorios económicos, sociales y comunitarios.
Hasta que el Estado no reconozca la verdadera magnitud del problema, seguiremos atrapados entre dos realidades: la oficial, escrita desde el poder, y la verdadera, escrita con miedo en cada rincón del país. México no dejó atrás el secuestro; simplemente adoptó una nueva forma de sometimiento que el gobierno se niega a aceptar. Y en esta contradicción entre cifras maquilladas y realidades evidentes, la ciudadanía queda nuevamente sola, mientras la autoridad discute números en lugar de soluciones.